Unos días atrás, el hashtag #Comohombres se dedicó a exponer y textificar –de volver texto y de ser testimonio– numerosas vivencias que son comunes a la mayor parte de mujeres que hemos padecido acoso callejero; así como también descalificaciones, subestimaciones, acosos laborales y agresiones verbales llanas, en el campo profesional.
Algunos de los perfiles que usaron el hashtag #Comohombres son amigas, colegas; y eso me hizo repasar memorias propias y pensar en el ambiente que las periodistas enfrentamos a veces. No porque seamos únicas, si no porque es la experiencia profesional que conozco.
Lo que vuelve singular el ambiente profesional en el que las periodistas nos desenvolvemos es, creo, una razón muy sencilla: somos las encargadas de transmitir los hechos noticiosos a la población –junto con los colegas hombres, por supuesto–; incluidos aquellos relacionados con las desigualdades de género, violencia contra la mujer, acosos, discusión sobre la legalización del aborto, vulnerabilidades de la comunidad LGTBI, y tantos otros similares.
Me consta que muy pocas veces los periodistas estamos pendientes, en todo momento, de la responsabilidad sobre la transmisión cultural que tenemos. Hay muchos colegas comprometidos, incisivos, profundamente curiosos y entregados a la búsqueda de una mejora colectiva, pero la discusión sobre el reforzamiento de estereotipos culturales no es tan frecuente en las redacciones tradicionales. Al menos, no en las salvadoreñas.
Hace pocas semanas, un caso judicial con tintes de celebrity se volvió tendencia en El Salvador: la esposa de un presentador televisivo lo denunció por violencia de género. Según la denuncia, el presentador le arrojó agua hirviendo a su esposa. Sin embargo, una de las aristas más criticadas es cómo el canal en el que él solía laborar decidió transmitir una entrevista con el matrimonio, hecha por una periodista, y brindando una imagen de familia-unida- en-que-la-que-el-amor-todo-lo-puede.
El Salvador es el país con la tasa más alta de feminicidios de toda Latinoamérica y el Caribe, según estadísticas del Observatorio de la Igualdad de Género de la CEPAL: anualmente, 6.8 víctimas por cada 100,000 mujeres son asesinadas en el país, por razones de género.
Las respuestas que nos demanda un contexto como este, en el que las mujeres reclaman a viva voz sus derechos, pateando calle, es ser más responsables: con las víctimas y con el público. No solo se trata ya de evidenciar los múltiples casos de feminicidio. ¿Basta con tener la historia? ¿Poder relatar quién era la víctima y cuántas veces había denunciado previamente, para luego sucumbir a la espiral de violencia y ceder ante su victimario, por miedo, por depresión, por falta de apoyo, por precariedad y una autoestima frágil?
Hace aproximadamente un año y medio, durante una reunión de trabajo con algunas colegas que investigaban sobre temas de género y salud sexual reproductiva, debatíamos la necesidad de plantear enfoques que no suenan tan sexies, pero son necesarios, como dejar de poner el foco público únicamente sobre la víctima.
El cronista y maestro del periodismo Martín Caparrós ha repetido, desde hace al menos unos cinco años, que los tiempos actuales nos exigen escribir contra el público. Si bien él ha hecho mayor énfasis en la necesidad de los medios de comunicación de apartarse de los megusta, su planteamiento está dirigido a que como periodistas debemos afinar la mirada sobre lo importante, y no sobre lo viral.
No es válido bajo la justificación de rating o aparente interés público exponer en un cadalso de redes sociales a una víctima de violencia de género. Como pasó con la esposa del expresentador televisivo salvadoreño. O como pasó con Ingrid Escamilla, en México.
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Tuve una vez un editor con marcadas tendencias misóginas. Durante el primer año bajo su cargo me repetía, cansado y frustrado, que él no me había elegido dentro de su equipo. Que él era como un Adán a quien le habían impuesto a una mujer. Y día tras día, cobertura tras cobertura, cuestionaba mis capacidades. Me decía que no le servía para el reporteo.
Nunca recibí, de este editor, un aliento para cuestionar, investigar y ahondar en un enfoque periodístico que no fuera el tradicional. ¿Los temas de género? ¿Qué es eso? En la redacción, una apuesta segura para una periodista era trabajar con ahínco temas del área social: hospitales, niñez, precariedad, vulnerabilidad habitacional.
Un par de años después, un nuevo editor me prestó un oído gentil para debatir posibles investigaciones sin recibir un eso-no-es-tema como respuesta.
Hace un par de años ya que no estoy en esa redacción, pero no dudo que la perspectiva para las periodistas ha cambiado. O, al menos, me gustaría que así fuera.
El camino que un solo pequeño trozo de información debe atravesar hasta los ojos, oídos y conciencias del público pasa por una –o un– periodista poco motivado, o amenazado, dentro de su trabajo; un jefe poco propenso al cambio, o muy entusiasta; y una redacción volcada a apoyar a sus miembros, o no; como una mínima parte de elementos básicos. Me llevó tiempo darme cuenta de que no era ninguna Eva culpable de la ruina de alguien.
A los periodistas nos compete no ser tradicionales, ni aburridos y nadar contra nuestros propios asideros culturales, para responder con responsabilidad a cada derecho ganado. Nos toca deshacer hilos que muy probablemente nos unen con un pasado que no por nostalgia ha sido el mejor.
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